domingo, 23 de febrero de 2014
Revolución y contrarrevolución. Daniel V. González
¿Qué
es lo que determina, al menos en teoría, que el progresismo argentino se
vuelque en apoyo de un gobierno como el de Nicolás Maduro en Venezuela,
calificando con duros términos las masivas manifestaciones de rebeldía
ocurridas estos últimos días?
¿Cómo
es que la izquierda argentina, que nutre su relato de combates heroicos y rebeldías del pasado ahora rechace
y condene con tanta energía la lucha de los estudiantes venezolanos, que cada
día sufren nuevas bajas a manos de la represión de las fuerzas de seguridad del
gobierno?
Por
supuesto que la acusación de que se trata de “grupos golpistas” no resiste el
menor análisis. Las manifestaciones venezolanas son masivas. Cientos de miles y
aún millones marchan a lo largo del país con diversos reclamos contra el
gobierno de Maduro. Es, cuanto menos, la mitad de la sociedad que protesta y
expresa su disconformidad.
La
rueda de la historia
Es
que en el canon de la izquierda argentina, las manifestaciones de Venezuela
están protagonizadas por integrantes de las clases medias y altas de ese país
que rechazan el curso impreso primero por Chávez y luego por Maduro. Suponen
que se trata de gobiernos que administran la sociedad en beneficio de los
pobres y que, para hacerlo, suprimen o limitan privilegios de los ricos, que
son los que ganan la calle con las protestas. Este hecho le daría legitimidad
“revolucionaria” al gobierno de Maduro y, al revés, quitaría valor e incluso
derecho a las manifestaciones populares contra su gobierno.
Además,
hacen una suerte de análisis geopolítico según el cual Venezuela, junto a Cuba,
Ecuador y Argentina (eventualmente Brasil y Uruguay) forman una avanzada de
izquierda en América del Sur, impidiendo el avance de los Estados Unidos, que
intentaría imponer una política económica “neoliberal” a la que, por supuesto,
le adjudican todos los males: destrucción de la industria, caída de salarios,
aumento de la pobreza y demás daños imaginables. Estos gobiernos son los que
luchan contra el mal, que llegaría si caen derrotados.
A partir de ahí, el resto: todo justifica su
permanencia en el poder. Quienes se oponen a ellos, son agentes de la reacción
y quieren llevar a esos países a la ruina y el desastre. Por eso hay que
defenderlos con uñas y dientes, pase lo que pase, caiga quien caiga. Incluso
sacrificando antiguos preceptos levantados durante décadas y que ahora deben
ser dejados de lado pues se vuelven inconvenientes.
La
izquierda siempre se negó a la “criminalización de la protesta” pero esa
antigua bandera queda abandonada. Un prominente dirigente piquetero
kirchnerista pidió estos días el fusilamiento de uno de los líderes opositores
venezolanos. Es que al parecer, para la izquierda, no toda manifestación de
disconformidad masiva debe ser tenida en cuenta como una expresión legítima de
una parte de la sociedad. Hay protestas buenas y protestas malas. Quienes
reprimen a las primeras son asesinos. Los que reprimen en Venezuela, matando a
jóvenes estudiantes pacíficos, son revolucionarios.
Progreso
y reacción
En
el lenguaje de Marx, los sistemas cambian cuando las relaciones sociales de
producción se transforman en un freno al desarrollo de las fuerzas productivas.
Esto lo decía para los modos de producción. Pero vale también, en líneas generales,
para los modelos económicos. Si un programa económico no puede sostenerse a lo
largo del tiempo, termina afectando el nivel de producción e introduciendo
distorsiones variadas (la inflación es una de las más importantes) que terminan
destruyendo el sistema. El atraso relativo puede sostenerse durante años,
incluso décadas. Siempre con el uso de la fuerza. Pero más tarde o más
temprano, sucumbe ante el torrente de las necesidades de una mayor producción y
una mayor productividad de la economía, lo que implica también mayores niveles
de vida para la población.
En
la consideración de los gobiernos populistas, la izquierda argentina ha
cambiado su posición. En los tiempos del primer peronismo, el de Perón y Evita,
el Partido Comunista y el Partido Socialista enfrentaron ese proceso en marcha.
Lo acusaban de ser una dictadura fascista. También cuestionaban sus dispendios,
sus nacionalizaciones, además el retraso que introducían en la conciencia de
los trabajadores. Igual ocurrió en los años setenta con gobiernos como el de
Velasco Alvarado en Perú, Ovando Candia y Torres en Bolivia, Noriega en Panamá.
La izquierda decía que se trataba de gobiernos nacional burgueses, populistas.
Para ellos el modelo a seguir, en todo caso, era el de Cuba, el socialismo puro,
liso y llano.
Pero
han cambiado de posición. Después de la caída del Muro de Berlín, se han
convencido –al menos de palabra- de que el socialismo tal cual se había
desarrollado por décadas en la Unión Soviética y países del este de Europa, es
imposible. Han tomado nota, en cierto modo aunque no completamente, de su
fracaso. Ahora idolatran lo que antes despreciaban: el populismo. Todas sus
fichas están puestas ahí. Lo ha dicho el propio Ernesto Laclau. Lo toman como
su última oportunidad.
El
espejo argentino
El
fenómeno del primer peronismo era analizado con otros ojos por la izquierda
nacional que lideraba Jorge Abelardo Ramos. Él sostenía que la estructura
productiva y social de la Argentina, había generado dos bloques de intereses
antagónicos. Uno ligado a la tradicional configuración agro-exportadora
tributaria del país vinculado al mercado mundial como productor de alimentos
para la fábrica británica. El otro, el país industrial que pugnaba por nacer y
quebrar las estructuras de la vieja y caduca estructura meramente agraria. Esa
lucha estaba representada por la Unión Democrática (luego la Revolución
Libertadora) y el peronismo. El antiguo bloque rural, sostenían, era una traba
para el desarrollo industrial. Su baja productividad sacrificaba las posibilidades
del país que, para crecer, necesitaba la renta agraria. Cabría preguntarse si
esta situación, esta descripción de aquella Argentina, contiene algún elemento
que pueda servirnos para describir la situación de la Argentina actual.
¿Es
el agro argentino improductivo en estos días? Por el contrario, es el sector
más eficiente y productivo de toda la economía argentina. Más aún: es el que ha
generado las divisas que ha permitido y permite a este gobierno realizar su
política económica “inclusiva” a partir de planes sociales y subsidios
diversos. Si hay algo que no puede decirse hoy del agro es que sea símbolo de
atraso.
Además,
ya no puede pensarse en términos de “viejo país agrario” versus “moderno país
industrial”. Las cosas han cambiado y mucho. La clase media ya no es
improductiva, como era considerada a mediados del siglo pasado. Se produce cada
vez más, con menos trabajadores manuales y más empleados y obreros calificados
con creciente formación técnica superior. El proletariado pintado por Marx va
desapareciendo a medida que avanza el progreso. La clase media es cada vez más
un motor económico de progreso y no un rejunte de burócratas improductivos. Los
nuevos puestos de trabajo son del sector servicios. Es otro país. Es otro
mundo.
¿Populismo
es revolución?
En
las nuevas coordenadas en que vivimos es cuanto menos dudoso que el populismo
represente las fuerzas sociales de un mundo productivo que pugna por quebrar
las viejas estructuras del atraso, como ahora plantea explícita o tácitamente toda
la izquierda argentina. Es más bien al contrario. El populismo parece expresar
crecientemente un mundo marginal e informal que todavía no encuentra una
inserción firme en el sistema productivo vigente.
Pero,
además, el populismo carece de éxitos para exhibir. Es un espejismo
voluntarista que lleva a una frustración. Esto puede verse claramente en los
casos de Venezuela y de la Argentina. Han podido existir porque ambos países (y
en general, toda la región) ha recibido el fuerte impacto del aumento de los
precios de sus productos de exportación. El petróleo en el caso de Venezuela y
los alimentos en el caso argentino. Eso ha permitido el resto: subsidios,
planes y crecimiento local. Pero ambos han llegado a la hora de la verdad: la
impotencia productiva ante la dilapidación de recursos abundantes.
Tras
más de una década de populismo, abundan los pobres en ambos países. Los
subsidios calman la necesidad urgente pero no generan empleo sólido y
permanente. La inflación es también una muestra de la abundancia de ficción en
todo el esquema implementado. Ambos países habitan el podio mundial en materia
de alza de precios. Y ambos también generan resistencia en los sectores más
productivos de la sociedad: los industriales, los productores agrarios, las
clases medias vinculadas a los servicios.
En
síntesis: el populismo no trae de su mano el progreso. No está luchando a favor
de un nuevo país contra uno viejo y agotado. Es al revés: está frenando las
posibilidades de expansión y crecimiento.
Acá
y en Venezuela.
Pero,
además, desprecia las formas elementales de la democracia, lo que irrita
especial y legítimamente a los estudiantes y a las clases medias. Pero eso ya
es otra historia.
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