lunes, 25 de febrero de 2013

La conquista del ocio. Por Gonzalo Neidal

En la formidable serie Downton Abbey, ambientada en la Inglaterra de las primeras décadas del siglo veinte, una anciana aristocrática –interpretada por Maggie Smith- muestra su sorpresa ante las palabras de un joven norteamericano y no vacila en preguntarle, con gran curiosidad, qué cosa es eso que él denomina “fin de semana”.
Es que el concepto de días de descanso sólo cobra sentido para aquellos que trabajan. Para las clases altas británicas de ese tiempo los días carecían de la posibilidad de ser clasificados con tan curioso parámetro… capitalista y, sobre todo, industrial.

La extensión del ocio se nos vino a la cabeza, no podía ser de otra manera, con la reiteración de feriados nacionales impulsadas por el gobierno que, además, los nombra como “conquistas sociales” como si los que trabajan en la Argentina vivieran apabullados por la falta de descanso y necesitaran horas libres para reponer fuerzas.
Los socialistas suelen recordarle al peronismo que han sido ellos quienes pensaron muchos de los derechos de los trabajadores que luego fueron legislados en tiempos del gobierno de Juan Perón, allá por los cuarenta y cincuenta. Es que pensar beneficios no constituye ninguna hazaña. Cualquiera de nosotros podría ideas decenas de ellos por día. Instrumentarlos ya es otra cosa. Pero lo más difícil de todo es lograr que la economía nacional conserve el nivel de producción, de productividad, de tecnología y de eficiencia como para que esas mejoras en la condición de los trabajadores puedan permanecer a lo largo del tiempo sin afectar el desenvolvimiento de la actividad económica.
El escritor y político Jorge Abelardo Ramos solía decir que la Argentina había llegado a una suerte de socialismo sin pasar por la revolución, en alusión a los beneficios alcanzados en tiempos de Perón. Y agregaba que teníamos leyes sociales similares a los países escandinavos, con una economía propia de la región, de América Latina, con bajos niveles de productividad.
En realidad, en la Argentina, sólo un puñado de empresas –las más grandes, las más eficientes- pueden afrontar en toda su extensión la legislación social que existe. El estado lo hace a duras penas, trampeando con monotributos y aumentos “no remunerativos”, atrasando las jubilaciones hasta dejarlas a niveles exiguos. Pero existe un 50% de empleo en negro. Pequeños emprendimientos que, si debieran afrontar las cargas sociales establecidas por la ley, cerrarían sus puertas, pues sus costos no les permitirían permanecer en el mercado. Sólo pueden hacerlo a partir del incumplimiento de las gravosas leyes sociales. Esta es una realidad incontrastable.
Más aún: el ancho mundo de pequeños fabricantes y comerciantes exitosos de La Salada, cuya experiencia el gobierno trata de exportar a África, se funda en la producción con trabajadores para los que no existen leyes sociales y para quienes el gobierno hace la vista gorda. Más aún: estos empresarios son montados al avión presidencial como una muestra del progreso logrado por los pequeños emprendedores, gracias al modelo económico vigente.
La Salada es, pues, una muestra clara del agobio que supone la carga tributaria y las leyes sociales sobre todo emprendedor pequeño que intente levantar cabeza y fabricar en condiciones de competitividad y buen precio de mercado. Todos, especialmente el gobierno, se hacen los distraídos y evitan extraer conclusiones sobre esa experiencia. Pero en todo el país existen pequeños comercios, talleres, industrias, negocios barriales, que obligadamente incumplen la legislación social pues, de otra manera, no podrían permanecer funcionando un solo día.
Cuando Carlos Menem intentó modificar de alguna manera este pesado y complejo problema, los contratos que proponían fueron llamados “basura”, aunque permitían regularizar la situación de cientos de miles de comercios y trabajadores. Algo similar ocurrió luego con los tickets canasta, cuya caducidad se determinó y se festejó como una “nueva conquista de los trabajadores”.
En otras palabras: si la economía no soporta la legislación tributaria, la propensión a la evasión es irresistible pues la gente buscará vivir como sea, aún en infracción con la ley, con los peligros que eso supone para su economía y su patrimonio. En cierto modo, la determinación del nivel de los salarios y beneficios sociales por medio de los convenios colectivos y las negociaciones, es una ficción. Es el nivel de la economía, su productividad, lo que en última instancia va a determinar qué salarios pueden pagarse.
La abundancia de feriados, está claro, no ayuda a la productividad. Y, sobre todo, no ayuda al sector industrial, motivo de los desvelos presidenciales. La soja no se toma descanso en su crecimiento. Como la aristócrata de Downton Abbey, no distingue entre días laborables y de descanso. Tampoco los intereses que cobran los bancos cesan por el feriado. Es la industria la que no produce cuando no se trabaja.
En la cabeza del gobierno rondará la idea de que se trata de una situación muy justa pues los trabajadores cobran sin trabajar y la patronal, que “la junta en pala”, achica de este modo su participación en el ingreso nacional en beneficio de los pobres.
Pero la riqueza, hata nuevo aviso, se genera trabajando. Lo demás es cháchara.


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