Uno
de los pilares teóricos o al menos conceptuales del “modelo” es, aún hoy, la
supremacía de la política sobre la economía.
jueves, 17 de enero de 2013
La quimera de manipular las leyes económicas. Por Gonzalo Neidal
Los
funcionarios en forma aislada y el propio ejecutivo se han jactado muchas veces
de haber logrado desplazar las leyes económicas e instaurado la lógica de sus
propias ideas. Pretende no sólo haber quebrantado el “laissez faire” económico
(libertad irrestricta que no se aplica en ningún país del mundo) sino de
manejar la economía a voluntad, conforme a sus convicciones políticas.
El
peronismo que hoy gobierna siente horror por la palabra “mercado”. Y no ésta
una especulación nuestra. No: varias veces encumbrados funcionarios lo han
expresado de diversas maneras. Axel Kicillof, por ejemplo, se manifestó
espantado por la expresión “clima de negocios” y también por las demandas de
“seguridad jurídica”. En su concepto, estas expresiones tienen que ver con un
concepto de la economía completamente distante del que él cultiva y, por lo
tanto, lo mueven a risa.
En
la idea del gobierno, el mercado es un dominio de los grandes empresarios, que
lo manejan a su gusto. Y ellos, además, son considerados enemigos. Es el
gobierno el que ha llegado, ungido por el voto popular, para instaurar un orden
distinto al que establece el mercado. Este orden, por supuesto, viene a poner
justicia social, algo que el mercado niega. Los pobres dependen de un gobierno
redentor que vuelque hacia ellos una parte creciente de los ingresos públicos
bajo la forma de subsidios y planes sociales. Es la “inclusión social”. Si los
ingresos se tornan insuficientes, se redobla la presión tributaria y, si ello
tampoco alcanza, no hay problemas en desafiar una ley económica de las duras. Y
se apela a la emisión.
Si,
como la inmensa mayoría de los economistas advierten, eso genera un proceso
inflacionario, entonces las cosas comienzan a complicarse. Primero, el gobierno
apela a la teoría. Se atrinchera detrás de Keynes y sus conceptos sobre la
demanda efectiva y las políticas económicas activas. Omite, claro, que el
economista inglés formuló sus propuestas para una realidad completamente
distinta a la de la Argentina de nuestros días: el mundo de los años treinta,
ya liderado por Estados Unidos, cuya moneda era (y lo es todavía) aceptada por
todos los países del mundo.
Pero
el gobierno no se rinde. Si la inflación se dispara, uno siempre puede negarla.
Si es del 26%, uno siempre puede decir que es del 11% y hacerse el distraído. O
bien discutir sobre la validez de la cifra. Decir, por ejemplo, que el único
organismo que cuenta con los recursos técnicos como para medir la inflación
verdadera es el INDEC, cuyo método es científico e inapelable. Si los técnicos
y profesionales de ocho universidades dictaminan contra el sistema de medición
de la inflación, no tiene importancia. Además, puede multarse a las consultoras
económicas cuyos cálculos arroja una cifra mayor. Se puede perseguir a las ONG
que advierten acerca del verdadero nivel de la suba de precios.
Pero,
con el tiempo, esto ya no resulta: la gente percibe que las cifras son distintas a las que dice el gobierno. Y la
mentira cobra efecto bumerán: la gente primero se ríe y luego se enfurece al
escuchar las ridículas cifras del organismo oficial. Además, el propio gobierno
actúa como si no creyera en sus propios números. Si lo hiciera, debería
informar, en cada foro mundial, acerca de su método que ha inventado para
lograr que los salarios aumenten 25% por año durante un lustro, con una
inflación apenas perceptible.
Pero
para el gobierno, lo más importante de todo es el discurso. El dibujo, no los
hechos. La inflación real posterga al dólar y comienzan los problemas de
competitividad. Importaciones baratas complican la sustitución de
importaciones. Y horadan el nivel de vida de la gente. Entonces aparecen nuevas
explicaciones: la inflación no perjudica a los pobres sino a los ricos. Esta
idea está tomada de uno de los númenes económicos del gobierno, Joseph
Stiglitz. Claro que él habla de inflaciones del 2 al 5% anual, muy lejanas a las
de nuestro país. Y, cuando Stiglitz habla de los ricos se refiere a la clase
media alta de Estados Unidos, que invierte sus excedentes financieros a tasas
cercanas a cero.
Un
peso tan castigado por la inflación hace que las divisas se transformen en el
bien más barato de la economía. Todo el que puede, comienza a comprar.
Sobreviene entonces la prohibición, el cepo cambiario. Como todos sabemos, esta
restricción también es negada. No existe. Se genera entonces un mercado de
cambios paralelo. Allí el dólar se cotiza libremente conforme a la percepción
de los operadores, a la oferta y la demanda.
Y
se dispara a 7,60. Para el gobierno, la razón es muy simple: se trata de una
demanda estacional, propia del período de vacaciones. Se trata de un mercado
muy pequeño donde la presión de un pequeño grupo de compradores, lo dispara a
valores carentes de realismo.
Y
el gobierno, finalmente, cae en una trampa de la que le resulta muy difícil
salir. Apegado a su versión de los hechos, se niega por todos los medios a no
convalidar la inflación real. No imprime billetes de mayor nominación a 100
pesos y éstos ya son el 60% de los que circulan en el país. Pero, además, le
resulta traumático devaluar. Una devaluación confirmaría la inflación y echaría
un balde de nafta sobre los precios, con impacto sobre el nivel de actividad
económica. No hacerlo, acrecienta la brecha cambiaria, añadiendo presión hacia
el futuro. La espada y la pared.
Mientras
esto ocurre, el gobierno sigue empeñado en su batalla contra Clarín, la
presidenta polemiza sobre su patrimonio con el actor Ricardo Darín y todos
juntos festejan las ocurrencias de Maradona en Oriente.
Lo
peor parece estar ocurriendo: el gobierno cree en su propio discurso.
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