domingo, 23 de diciembre de 2012

Todo el poder y para siempre. Por Daniel V. González

En 2013 se desarrollarán batallas decisivas que determinarán la continuidad o el comienzo de la agonía del populismo kirchnerista en el gobierno.
El punto culminante será, naturalmente, las elecciones legislativas, el conteo globular de mitad de mandato. Allí se podrá corroborar el grado de lozanía que aún conserva el famoso (y contundente) 54% de los votos, argumento preferido en toda discusión de incómoda. Veremos si en los dos años transcurridos desde la elección presidencial, el proyecto K tiene visos de continuidad o si deberá ceder su lugar a nuevas ideas y personajes.

Por decirlo de algún modo, las legislativas de 2013 serán determinantes para configurar la formación caleidoscópica de las elecciones de 2015. Será ahí, en las legislativas del año que comienza, cuando se definirá si Cristina es un “pato rengo” o continúa siendo una reina, con un horizonte político indefinido. Sólo una amplia victoria del gobierno en distritos decisivos puede generar las condiciones favorables para que –aunque sin mayoría propia- el partido de gobierno pueda aspirar a modificar la Constitución Nacional para lograr la permanencia de Cristina Kirchner en el gobierno.
A fines de auxiliarnos en nuestro análisis, conviene recordar lo ocurrido durante el gobierno de Carlos Menem. En 1994, el gobierno de Menem había logrado su plenitud: consiguió abatir la inflación, el país crecía a tasas importantes, los servicios públicos se volvieron más eficientes tras las privatizaciones, resurgió el crédito, el consumo se disparó. Aún sin mayoría calificada propia, Menem presionó al radicalismo y logró el Pacto de Olivos, que le concedía la reforma constitucional y la posibilidad de un nuevo período presidencial, que finalmente logró, con más votos que en la elección de 1989.
El caso de este gobierno parece distinto en varios aspectos. En primer lugar, han transcurrido ya 10 años de gobierno, con todos los desgastes y achaques que un proceso acumula con el paso de los años. Pese al vigor electoral mostrado en 2011, en este año transcurrido desde entonces el gobierno ha ido acumulando zonas de desgaste que, todo indica, tendrá reflejo electoral. En tal sentido, nuevamente es útil recordar lo ocurrido con el propio Menem: tras el éxito electoral de 1995, cuando consigue su reelección, comienza inmediatamente una decadencia inexorable que lo llevará a la derrota electoral de 1997, de la que no se recuperará. Sin embargo, a los fines de conservar las riendas de su gobierno hasta el último minuto de su mandato, Menem intentó una grotesca y poco seria interpretación de la reforma constitucional a fines de lograr un nuevo mandato que a todas luces no le correspondía. 
Hace pocos días, un dirigente político muy cercano al gobierno dijo que la reelección sólo es posible con un acuerdo político, tal como ocurrió en el caso de Menem. En ese momento la reforma consistió –en su punto más sensible- en reemplazar un período de 6 años por la posibilidad de dos de cuatro años, tal como ocurre, por ejemplo, en los Estados Unidos. Aparecieron resistencias pero los argumentos carecían de solidez, como no fuera el razonable rechazo a Menem, que sería el beneficiario de las reformas.
Hoy, en cambio, una modificación constitucional significaría la posibilidad de la permanencia indefinida de un gobierno, más allá de cualquier límite temporal establecido por leyes. Un sistema como el de Venezuela, que exhiben pocos países en el mundo y todos ellos de baja calidad institucional.

Necesidad de perpetuidad
La búsqueda de la reelección indefinida cuenta con el sustento teórico de intelectuales como Ernesto Laclau, de origen socialista y hoy con todas las fichas puestas en el populismo. Gobernar sin límite temporal es también una necesidad ineludible del concepto político que reina en el gobierno. Es la “voluntad popular” lo que está por encima de cualquier otra consideración. Se considera legítimo que el humor circunstancial del pueblo, a menudo inducido desde el gobierno, haga y deshaga la estructura legal en la que se sustenta el sistema republicano. Así, la limitación en el ejercicio del poder debe removerse para abrir la puerta a la continuidad de un proceso presuntamente revolucionario y transformador. Se argumenta que las instituciones de la democracia que pueden limitar esa pretensión de perpetuidad están embebidas de los intereses de las “clases dominantes” y que constituyen un obstáculo conservador que debe ser removido.
La mayor valla que encuentra el gobierno para lograr la continuidad de Cristina en el poder es la reforma constitucional, que necesita de una mayoría calificada para ser promovida. Y hoy por hoy esa posibilidad parece lejana.
La naturaleza y dinámica del poder populista no difiere mucho de las existentes en los regímenes socialistas que sucumbieron hacia fines de los ochenta, ni de los que tortuosamente sobreviven en la actualidad. En ellos, la división de poderes es una ficción: el poder se concentra en la cúspide del ejecutivo. En un pequeño núcleo cerrado que en los regímenes socialistas lo constituía el Comité Central y en el caso de este gobierno, una “mesa chica” conformada por la presidenta y algunos asesores y amigos. Y, dentro de ese pequeño núcleo, se consolida siempre un poder unipersonal sin tamices ni condicionamientos. El poder absoluto es el deseo mayor del populismo pero es, además, una necesidad de su dinámica y convicciones.
El gobierno viene a salvar al país de los oscuros intereses que han logrado postergar su destino de grandeza durante décadas. Esta vasta conspiración necesita un redentor con poder. Con todo el poder. El poder legislativo es un capítulo fácil: ya se ha transformado en un grupo de “levantamanos” que obedece con docilidad las indicaciones que bajan de ejecutivo. Carece de iniciativa propia. El poder judicial ya es un poco más complicado. No todos los jueces son como Norberto Oyarbide. No todos fallan en consonancia con la celeridad y las necesidades inmediatas del poder político. Hay, como dice el Jefe de Gabinete, “cámaras de mierda”, integradas por jueces que cuyos fallos no coinciden con los puntos de vista del gobierno. Es preciso un poder judicial que se inserte en esta revolución en marcha. De ahí la necesidad de “democratizar” la justicia. Someter a los jueces al voto popular para que exista una perfecta armonía con los otros dos poderes. O sea, para que la palabra presidencial no pueda ser objetada ni discutida. Para que la voluntad del ejecutivo no encuentre ninguna valla ni limitación en otro poder.
Pero falta el Cuarto Poder: la prensa. Influido por el concepto gramsciano acerca del valor de la propaganda y de la difusión de ideas, el kirchnerismo no tolera la disidencia. Esta característica forma parte también de la lógica del poder autoritario hacia el cual inevitablemente tiende el populismo. Los “otros” son enemigos que buscan someter a la nación y sojuzgar a su pueblo. ¿Cómo darles la posibilidad de difundir ideas tan peligrosas y dañinas? La Ley de Medios apunta a un objetivo grotesco: la consolidación de un sistema oficialista con multitud de radios, canales, diarios y revistas sostenidos con los dineros públicos vía pauta publicitaria. Son los modos comunicacionales que se han impuesto en los países en los que el sistema democrático y las instituciones republicanas han sido dejados de lado y reemplazados por regímenes “populistas” o socialistas.
Los diputados y senadores de la oposición que votaron a favor de esta Ley de Medios deberían preguntarse si ella es verdaderamente buena, como proclaman, habida cuenta de que permitirá al gobierno silenciar las voces incómodas y generar una concentración formidable de medios oficialistas, financiados con el presupuesto nacional.

¿Podrán hacerlo?
Es inevitable que nos preguntemos si en esta lucha por concentrar poder de un modo tan descarado y grosero, el gobierno alcanzará ese objetivo tan ambicioso que, a la vez, le resulta imprescindible. Da toda la sensación de que los militantes kirchneristas no se representan la escena de transferencia del poder de Cristina hacia un sucesor ajeno al kirchnerismo. No forma parte de sus previsiones políticas.
No hay que olvidar que este resurgimiento del populismo en la Argentina ha contado con un ingrediente imprescindible: el alza formidable de los precios de los productos primarios en el mercado mundial. Sin ella, los aspectos sustanciales del “modelo” hubieran sido completamente imposibles. En las condiciones previas a 2002, el populismo estaba condenado a ser puramente verbal y discursivo, sin mayores consecuencias prácticas. Los cambios en la situación económica mundial significaron para muchos países atrasados una gran oportunidad de crecimiento y desarrollo basado en la multiplicación de sus ingresos por exportaciones. Y, aunque esta situación no ha desaparecido, en el caso de la Argentina sus efectos se ven menguados notablemente por decisiones del gobierno. En otras palabras: aunque continúan los precios elevados para nuestras commodities, otros problemas (como las tensiones acumuladas en el tipo de cambio gracias a la inflación), crean nubarrones en el horizonte económico.
Pero hay también razones políticas que dificultan las ambiciones de concentración de poder y permanencia sin límite. Los regímenes con esas características tienden a desaparecer en todo el mundo. En Cuba, sobrevive a duras penas el poder de los Castro, ya próximo a su fin, con un fracaso completo en materia económica y de libertades individuales. Los hechos ocurridos hace un año en los países árabes y que acabaron con regímenes que se prolongaron por décadas, también abren la esperanza de un vuelco hacia sistemas más democráticos incluso en países con una tradición cultural y política distinta de la de Occidente.
Pero, además, existen razones locales, autóctonas que resultarán fundamentales al momento de decidir continuidades de políticas y personas: la ineficiencia del populismo, la acumulación de errores y tensiones que, aún en condiciones de abundancia de recursos como las de la última década, termina resquebrajándose e implosionando.
El populismo es un sobreviviente de la caída del Muro de Berlín. Es una nueva ilusión acerca de que la pura voluntad puede torcer incluso las leyes históricas más inexorables. En el caso de la Argentina, faltan tres largos años de gobierno que pondrán a prueba la certeza de los supuestos e ideas populistas.
Todo nos hace pensar que serán años apasionantes.



No hay comentarios:

Publicar un comentario