jueves, 6 de diciembre de 2012

Pasión por bautizar. Por Gonzalo Neidal

Probablemente deba atribuirse a Juan II de Portugal la creación de una disciplina tan moderna como el marketing. Fue él quien tuvo la perspicacia de cambiar de nombre al Cabo de las Tormentas, ubicado en el extremo sur de África.
Quizá haya observado que los marineros, aunque rudos y temerarios, mostraban cierta reticencia a embarcar hacia un destino que se empeñaba en confirmar, cada vez, el amenazante nombre que el navegante portugués Bartolomé Díaz le había dado hacia finales del siglo XV. Al llamarlo Cabo de Buena Esperanza, las cosas cambiaron. Ese destino lejano e incierto ahora ofrecía, a partir del propio nombre, una promesa de felicidad, un futuro venturoso.

Ayer fuimos sorprendidos por la noticia de que Islandia, un lejano y frío país acerca del cual el argentino medio poco y nada conoce, ha lanzado una campaña para ser renombrado, con fines turísticos y comerciales. Salvo por alguna obsesión de Borges, volcada en sus cuentos, y por el mítico torneo mundial de ajedrez entre el soviético Spasky y el estadounidense Robert Fischer, celebrado en 1972, Islandia nos resulta ajena y remota. De todos modos, no nos está vedada la posibilidad de participar en el concurso que sus autoridades han abierto. La recomendación para aquellos que participen no puede ser otra que elegir un apelativo que no aluda, de ningún modo, el frío, la oscuridad y la desolación que cualquiera de nosotros imagina que allí existe. Porque de eso se trata: que el nuevo nombre sea siempre más prometedor y complaciente que el antiguo. Si no fuera así… ¿cuál sería la gracia de cambiarlo? ¿Dónde está la ventaja?
Hace pocos días, la escritora y bloguera cubana Yoani Sánchez aludía, con suave y fina ironía, algunas de las nuevas designaciones que están acompañando los cambios que, imperceptible pero constantemente, ocurren en Cuba. Así, ella nota que se llama “actualización del sistema socialista” a la lisa y llana adopción de la economía de mercado. Los desempleados pasan a llamarse “trabajadores disponibles”. Y agrega: En los hospitales, cuando se recorta muchísimo el número de radiografías y de ultrasonidos se explica como una posibilidad para “potenciar el diagnóstico clínico”. Lo cual, traducido a un enunciado veraz, quiere decir que el médico debe descubrir con sus ojos y sus manos desde una fractura hasta una hemorragia interna”.
También señala que quienes participan de manifestaciones callejeras no son ni “indignados” ni “proletarios reclamando sus derechos” sino “mercenarios” y “contrarrevolucionarios”.
Aquí en la Argentina también estamos siendo ganados por una furia por renombrar algunas cosas. “Sintonía fina” es el nombre de lo que en otros tiempos se llamó, lisa y llanamente, “ajuste”. Y aquí también son valorados de un modo distinto quienes manifiestan a favor o en contra del gobierno. En los años ’50, Arturo Jauretche hacía notar que se llamaba “jóvenes” a los manifestantes de clase media y “muchachones” a los de origen humilde. En el lenguaje político actual, han reaparecido calificativos que ya habían pasado al olvido. Uno de ellos es “gorila”. Como se recuerda, esta palabra nació en las proximidades de septiembre de 1955, bien cerca de la Revolución Libertadora. Existía en ese tiempo un programa radial, La Revista Dislocada, en el que se pasaba una canción cuya letra aludía a “los gorilas que andarán por ahí”. Los complotados contra Perón se autodenominaron “gorilas”, en sintonía con el tema musical. Y la denominación quedó para siempre como una designación de antiperonismo. Luego se esfumó con el paso de los años y ahora resurge para identificar a todo quien no está de acuerdo con el gobierno de Cristina Kirchner.
La otra palabra es “cipayo”, muy utilizada en los sesenta y setenta por Arturo Jauretche y Jorge Abelardo Ramos. Cipayos eran los soldados indios que integraban el ejercito inglés que ocupaba la India. Los cipayos reprimían a sus connacionales, que se sublevaban contra los británicos, usurpadores de su territorio. En política, cipayo era un calificativo para designar a todos los que supuestamente iban contra el interés nacional argentino.
Por estos días se está extendiendo una amplia y clara política de censura que, en su publicidad y argumentación oficial, se presenta como una ampliación del espectro de opiniones. En la práctica, ya se verá, no será otra cosa que la repetición hasta el hartazgo de los puntos de vista oficiales.
Pero si algo faltaba a esta sed de nombrar y renombrar, parece haber llegado con el proyecto presentado por la diputada bonaerense María del Carmen Pan Rivas. La legisladora del Frente para la Victoria propone que todas las escuelas que carezcan de nombre propio adopten el de Néstor Kirchner.
Si se hiciera un inventario de las calles, avenidas, plazas, monumentos, estadios, escuelas, aulas, salas, plazoletas, rotondas y demás lugares que ya se han bautizado con el nombre del presidente muerto, nos llevaríamos una sorpresa. Al parecer, cada concejal, diputado o simple funcionario siente una fuerte compulsión por proponer que se designe algún lugar público con el nombre del ya desaparecido presidente. De ese modo, la lealtad del político y su adscripción al gobierno queda fuera de dudas. Además… ¿quién podría negarse a algo tan simpático, sencillo y poco costoso?
Por otra parte, se sabe, la dinámica del poder supone una pérdida completa del recato y el pudor. De tal modo que Néstor Kirchner está destinado a aparecérsenos a la vuelta de cualquier esquina.
Cada generación e incluso cada mediocre funcionario con algún retazo de poder, sueña con dejar su marca en la ciudad o en la provincia en que desarrolla (o perpetra) su actividad política. Pero la historia nos demuestra que incluso colosales monumentos que parecían destinados a permanecer y ser adorados durante mil años se han desgranado irremediablemente ante la labor inexorable de la erosión política, que es mucho más despiadada y veloz que la que nos impone Natura.
Pronto vendrán otros, portadores de una mirada distinta, que tendrán razones y vehemencias distintas de las actuales, y lograrán imponer otros nombres, tan razonables como éstos que ahora parecen inamovibles pero que, todos sabemos, tienen destino de desván.




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