jueves, 6 de diciembre de 2012

Endosar el ajuste. Por Gonzalo Neidal


Fue en la campaña electoral de 1999 que uno de los asesores publicitarios de Fernando de la Rúa conminó a éste de que excluyera de su léxico la palabra “ajuste”. Que no la pronunciara, siquiera. Si era inevitable que se refiriera al concepto, ante un requerimiento periodístico, que la reemplazara por otra. Cualquiera. La que se le ocurriera. Pero nunca “ajuste”.

Es que no existe palabra más ominosa que esa para un político o un economista. Nombra sacrificio, privación, achique, mengua. Denomina algo que cualquier político abomina: dar malas noticias. Decir que es preciso recortar gastos que antes se realizaban y para los cuales ya no existen fondos disponibles.
Pero, además, en el caso de la política argentina, la palabra “ajuste” connota políticas contrarias a los ingresos del pueblo, antipopulares. Los ajustes siempre suponen disminución de salarios reales, intereses elevados, poco circulante, créditos caros, y el movimiento de otras variables en similar sentido. En la política argentina unos a otros se imputan ajustes.
En una nota anterior decíamos que habíamos descubierto el origen de la desafortunada frase de algunos funcionarios encumbrados del gobierno nacional en el sentido de que la inflación perjudica a los ricos y no a los pobres. Provenía de tomar, en forma descontextualizada, una afirmación similar del economista y numen del gobierno Joseph Stiglitz, quien afirmó eso en su libro “Caída Libre”, pensando en una realidad económica distinta de la nuestra y en tasas de inflación minúsculas en comparación de las que vivimos en la Argentina.
En el último libro de Paul Krugman, otro de los economistas con gran predicamento en el gobierno en razón de sus críticas a la economía norteamericana, quizá pueda encontrarse la clave acerca de la vía que este gobierno ha elegido para realizar los ajustes que demanda la economía: la inflación. En efecto, en ¡Acabemos ya con esta crisis, publicado hace apenas un par de meses, el economista recomienda para Europa “un poco de inflación” como forma de disminuir los salarios reales. Su argumento es un tanto simple: la gente se resiste a una disminución nominal, entonces hay que hacerlo mediante este mecanismo un tanto oculto, que es la inflación. Claro que en la Argentina hablamos de otras cifras de inflación, lo cual genera más problemas de los que en apariencia soluciona.
Pero además, este mecanismo un tanto rústico abre la puerta, de todos modos, a ajustes de los más temibles y odiosos: el de los precios de los servicios públicos. O el del achique forzoso de los gastos. Y en este punto es donde el gobierno comienza a tener algunos problemas que intenta pasárselos a las provincias y a la Capital Federal.
Macri se siente lo suficientemente fuerte como para hacerse cargo de los subterráneos aún sospechando que el gobierno nacional no cumplirá con los acuerdos que firme, conforme a su estilo. La CABA se hace cargo del déficit de los subterráneos y de los conflictos gremiales que sobrevendrán pues los sindicalistas de ese sector, encolumnados con el gobierno nacional, recrudecerán sus reclamos cada día, arrinconando al jefe de gobierno todo lo que puedan.
Con el gobierno de Córdoba, la situación es similar: la nación incumple sus compromisos acerca de la Caja de Jubilaciones con el doble objetivo de ahorrar dinero y de incomodar al gobernador De la Sota, un rival político con entidad propia. Aquí también los gremios estatales, funcionales al gobierno nacional, acosan al gobernador con paros y movilizaciones, afectando desconocer las dificultades que tiene para satisfacer sus demandas salariales.
El caso de Daniel Scioli es un poco distinto. En la Provincia de Buenos Aires, dada su importancia política y electoral, el gobierno no puede llevar a fondo sus deseos de asfixia. El apriete a Scioli tiene su límite. A partir de una línea incierta y difícil de determinar, opera un efecto bumerán: los daños pueden recaer sobre el gobierno nacional.
Pero, al modo de un perro de hortelano, la nación no deja a estos gobiernos desarrollar un intento de equilibrar sus cuentas. Ante el intento de todos ellos de cobrar un impuesto sobre el consumo de combustibles para automotores, el gobierno nacional desenfundó su vocación de cuidar los ingresos de los habitantes de estas jurisdicciones y saltó ferozmente a impedírselo. La intención no es tanto económica como política. Lo que se busca es dejar a los potenciales líderes políticos del futuro inmediato en condiciones de precariedad financiera, en situación de no poder cumplir sus obligaciones ni responder a las demandas de sus dependientes. Esto generará mal humor social, paros, cortes de calles, movilizaciones, refriegas y, probablemente, violencia. La Nación no manda la plata pero el gobierno de Córdoba (que no es completamente ajeno a su propia debilidad), pagará los costos políticos. Tal la intención.
Pero tampoco esto alcanza. Hace pocos días se anunció un aumento en el precio de la energía. Y ayer la presidenta anunció que se triplicará el precio del gas en boca de pozo como un intento de corregir un largo y dañino desfase que desalentó por años la producción de este combustible.
Vivimos un tiempo de ajustes. El modelo enfrenta uno de sus más complicados desafíos. Pero el propio discurso lo limita para enfrentar la situación libre de prejuicios ideológicos. Al revés: quizá sea su propio discurso, ya erosionado y maltrecho, la principal limitación que deba enfrentar para corregir los rumbos equivocados.

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